sábado, 26 de febrero de 2011

El hilo invisible

No sé cómo pero conseguí detener la caída. Con los ojos cerrados, palpé afanosamente cualquier resquicio de sujeción. Despegué mi cara entumecida de la nieve helada y eché un rápido vistazo hacia abajo. Inmediatamente, con brazos y piernas en tensión, intenté aferrarme a la vida, la cual terminaba apenas unos metros más abajo. Unos segundos para el control de daños, valoración de la situación y recuento de recursos disponibles: "vaya una mierda, estoy bien jodido..."

Nada a mi alrededor, ningún indicio de vida o esperanza. Sólo el rumor de la nieve aposentándose de nuevo, los últimos restos del alud que nos había barrido a toda la cordada. Silencio, y mis propios latidos, resonando con fuerza en mis sienes. Torrentes de adrenalina fluyendo desbocados, reclamados por mi cuerpo, que demasiado consciente de la situación, quería seguir viviendo. Empecé a reptar en diagonal pero de inmediato volví a caer hacia el precipicio, quedándome un poco más cerca. Demasiada pendiente, demasiada nieve inestable, demasiado poco margen ¿Y mis piolets? los dos a mi espalda, sujetos al exterior de la mochila. Tan cerca y tan inalcanzables...

Entonces lo comprendí, y desapareció toda tensión. En el arte de la vida, hay que saber reconocer cuando una etapa deja paso a otra, y si se ha vivido lo suficiente, en tiempo o en intensidad, también es bueno saber cuando la obra llega a su fin. Decididamente, no era lo previsto, pero sabía que eso forma parte del juego. A mi edad, y con lo vivido a mis espaldas, demasiado bien sabía que cualquier cosa prevista no pasa más allá de una declaración de voluntad o intenciones. Pensé en las ausencias dolorosas de los que se habían ido antes. Rememoré algunas lentas despedidas en sombrías habitaciones de hospital, recordé el aturdimiento de otras, súbitas e inesperadas.

Hace mucho que soy consciente de que ante el despliegue de la vida y sus circunstancias inapelables la única fuerza que nos da alguna oportunidad de seguir a flote está en lo que somos capaces de tejer a nuestro alrededor. Sólo si una parte de nuestra fuerza es también la de otros existe alguna posibilidad. Porque siempre llega el día en el que perdemos pie, o sencillamente, el mundo se te viene encima sin avisar. En esos casos, no hay cordada del mejor material que resista. Sólo quizás nos queda la confianza en esos otros hilos invisibles.

El sonido de una voz lejana y conocida llegó hasta mí. Al cabo de un momento, a mi lado,  muy cerca de mi cabeza cayó una gruesa cuerda de escalada verde y negra. La así con todas mis fuerzas y miré hacia arriba de nuevo.


martes, 22 de febrero de 2011

Otra parte de mí

Hasta aquel día siempre la recordé tierna y risueña. La verdadera alegría de la sucursal. Menuda, simpática, agraciada. Un rostro ovalado de ojos negros muy grandes y cabello siempre recogido en una coleta. Eficiente en su tarea, su saludo siempre contenía una palabra de cariño para todo el mundo.

Durante una buena temporada anduve con la hipoteca y el préstamo del coche, así que no tardé en acostumbrarme a todos esos "Hola, buenos días, tesoro, ¿cómo estás?" dedicados a mi persona.

Poco a poco aquella intensa relación profesional dio de paso a algunas charlas sinceras de café de máquina, al gusto por una presencia familiar y amiga. Y en el intercambio, supe de sus veranos en Extremadura, de la pasión de su padre cazador, de su hija pequeña tan revoltosa, de sus cuitas de madre soltera, de sus expectativas laborales, de lo duro que es sacar lo mejor de uno mismo cuando el mundo se empeña en tirar de ti hacia abajo.

 Me alegré mucho por ella cuando comprendí que Julio, aquel compañero con el que tantas veces vi compartir descansos y cigarrillo en la puerta de la oficina, había pasado a convertirse en algo más especial. Sin embargo, tiempo después, y a resultas de un problema con las tarjetas del banco, pude comprobar que algo en  Malena había cambiado.

- Hola Malena, ¿a qué viene esa cara tan seria?

Ella, extraña, ceño fruncido, absorta en la pantalla su ordenador, me respondió sin su sonrisa, sin sus palabras amables y cálidas. Por primera vez. Por última vez:

- ¿Te importa si no te contesto a esa pregunta?

Ese mismo día lo hizo. Dos de sus compañeros contaron una vez más, esta vez ante el juez y ante todos los que fuimos llamados como testigos en la vista oral cómo la vieron levantarse de su puesto a la hora del cigarrillo, como cada día. En aquella ocasión la vieron con un estuche alargado en la mano. Poco después, ya en plena calle el estuche vacío quedó en el suelo, dejando paso a un fusil de caza mayor, con el que al menos una veintena larga de personas la vieron entrar en la cafetería donde desayunaba habitualmente con él. Fueron muchos los que la vieron apoyar el Remington 770 sobre el hombro de Martín y volarle el alma a Julio, que la miró incrédulo mientras pudo hacerlo, justo antes de que su cabeza se diseminara por toda la cafetería.

Cualquiera habría entendido los mil motivos sangrantes de Malena, quizás algunos en su misma desesperación habrían reunido el valor de tomar esa misma decisión, pero nadie la habría imaginado a ella jamás. Se suele decir que nuestras vidas son la suma de nuestras experiencias, pero en algunas desafortunadas ocasiones, esa acumulación se acaba pareciendo a un tosco y primitivo túmulo de vivencias sin mucho orden ni concierto. Ángeles y demonios llevamos todos dentro. Unos más desbocados que otros, de esta forma nos acabamos definiendo.

Siempre recordaré la mirada que crucé con ella al final del juicio, la serena tranquilidad de sus ojos expresivos: "No te sorprendas, al fin y al cabo, es otra parte de mi"



viernes, 11 de febrero de 2011

La memoria de las cosas

Vuelvo de nuevo al que fue uno de nuestros lugares preferidos. Allí está, exactamente como lo recordaba.

Me costó entender esa febril preferencia tuya por ese sillón. La primera vez formó parte imperceptible de la eufórica novedad en la que sólo tú y yo existíamos. Sin embargo, pronto me acostumbré a descubrirnos entre sus insólitas formas. Nos recuerdo explorando las posibilidades de su único brazo, comprobando la resistencia de su alto respaldo, reinterpretando la función de su mullido asiento. Una y otra vez.

Y sin embargo, la suavidad y firmeza de su cuero blanco apenas era rival de la tuya, más blanca, más firme aún...

Sospeché muchas veces de las refinadas intenciones de su creador. Cuántas veces pensé en la historia previa de ese sillón tan especial que tanto te gustaba. En su origen antiguo y desconocido, sobre el que nunca supiste darme razón. Me aventuré a imaginar las preferencias de quienes antes lo poseyeron. Te podría confesar que en más de una ocasión, al cabo de cualquiera de nuestros encuentros, tu sueño no me impidió buscar en su cuero las secretas huellas de su pasado.

Porque de la misma forma que es evidente que las personas somos quienes somos por lo que hemos vivido, no me cabe duda de la memoria de las cosas. Nuestros objetos atesoran lo vivido en ellos, se impregnan y vibran con lo allí sentido. Y por ello, sólo aquellos con la suficiente sensibilidad tienen reservado el acceso al pleno goce del placer de su posesión completa. "El placer, siempre es el placer" ¿recuerdas?

Y ahora que nuestro tiempo ha pasado, sólo me queda ocuparme de que aquello que fue testigo de nuestra unión siga su curso en la vida, y que su futuro propietario sea digno receptor de su memoria, en la que ya residimos tú y yo por siempre.


                                           Fotografía e inspiración de @itziarochoa

viernes, 4 de febrero de 2011

En horas de reparto: El Culebras

No tuve tiempo de acostumbrarme al que fue mi primer destino como cartero. Finalmente, el viejo negociado de giro nacional cerró sus puertas. Como un barco fantasma, la gran sala apareció un día completamente vacía; desguazada de sus casilleros, mesas, banquetas, cascos, libretas y sobretodo de sus carteros.

Pascual, así como el resto de veteranos tuvieron que solicitar otros destinos hacia los cuales marcharon de mejor o peor talante, dependiendo sobretodo de su antigüedad y por tanto, de su capacidad de elegir las plazas disponibles. Sin embargo, unos cuantos recién llegados quedamos fuera del proceso. El motivo (aún se me escapa a día de hoy) era de una lógica administrativa aplastante: Cero antigüedad equivalía a cero capacidad de elección de nuevo destino.

No tardé en asumir mi nuevo papel de comodín de la baraja postal de la Cartería de Barcelona.

Durante un tiempo fui reclutado para la aliviar la causa de la Sala de Clasificación, ubicada en la quinta planta de la oficina principal de Barcelona. El lugar estaba al límite de su capacidad operativa. Para alcanzar mi puesto debía sortear cada mañana un caótico laberinto de sacas, cubas, vagonetas, tolvas, paralelas y mesas. Un paisaje que variaba a diario, según la inspiración de la cuadrilla de ayudantes postales del turno anterior.

Mi primera jornada de clasificación de apartados empezó apaciblemente a las seis de la mañana. La tarea era rutinaria, mis nuevos compañeros, muy silenciosos. La mayoría llevaban calados sus auriculares y escuchaban música. Empezaba a clarear la mañana y con el día empezaron a llegar las primeras conducciones de correo. A través de las ventanas abiertas llegaba el sordo rumor de los vehículos y las carretillas elevadoras. De súbito un gran estruendo proveniente de la zona de carga y descarga se impuso a todo. A continuación un coro de voces, risas e improperios se alzó durante un buen rato. Nadie a mi alrededor se inmutó por lo sucedido.

Poco después, el silencio de la sala se rompió definitivamente; un gigantesco ayudante postal irrumpió a grito pelado, seguido por varios compañeros.

-¡Holaaaa, mamoneeees!

Uno de mis compañeros, sin apenas levantar la cabeza de su tarea, respondió al saludo:

-¡Culebras, mira que eres cabrón!
-¡Chúpamela!

El montacargas de la sala arrancó con estrépito; poco después nuevas sacas de correo empezaron a volar con brío hacia las vagonetas. El Culebras era uno de los ayudantes del turno de la mañana. Enormemente alto, grueso y muy tosco, vestía siempre un desgastado uniforme gris con la chaquetilla desabrochada, hecha prácticamente jirones. Una grasienta camiseta cubría su barriga cervecera. De edad indefinida, una abundante mata de pelo gris cubría su cráneo cuadrado. Una vieja cicatriz cruzaba en vertical su rostro abotargado, desde la sien izquierda hasta la mandíbula. Calzaba unas enormes botazas, brutalmente martirizadas por la falta de cuidados y el uso intensivo.

No pude reprimir mi curiosidad y queriendo saber más, acabé preguntando al compañero que había respondido antes al saludo del Culebras.

-¿Pero quién es este tío, y por qué lo llamáis así?
-¿No conoces al Culebras? Vaya, tu eres muy nuevo... No, no lo llamamos, se llama así. Antonio Culebras. No te preocupes, tiene un humor muy suyo, pero no es peligroso. Ya lo irás viendo... Si te dice algo, tu tranquilo. Respóndele en el mismo plan.

Seguramente el Culebras era uno de los tipos más peculiares de toda la plantilla de Correos de Barcelona, pero también uno de los más eficaces en lo suyo. Sus manazas removían y manejaban con asombrosa rapidez enormes sacas llenas de correspondencia. Cargaba y descargaba camiones, cubetas y montacargas. Una y otra vez, incansablemente. Observé que nadie le daba órdenes, por lo que aparentemente parecía actuar por su cuenta, como si de una fuerza desatada de la naturaleza se tratase.

Periódicamente, y coincidiendo siempre con las salidas del Culebras a la zona de carga, se producían esos sonoros estampidos. Su risa ronca, sencilla y brutal resonaba abajo después.

Se contaba como cosa cierta que hace muchos años, justo después de morir Franco, tuvo una seria trifulca con cierto jefecillo con ínfulas, vinculado a los Sindicatos Verticales. La cosa acabó a cuchilladas, como evidenciaba su cara. Otros dicen que también encajó un tiro, pero que en cualquier caso, el otro anduvo muy cerca de no contarlo.

No llegamos a cruzar una palabra durante mi paso por la Sala de Clasificación. Muy de vez en cuando, el Culebras se plantaba ante el Jefe de sala y con los brazos en jarras murmuraba algo parecido a un comentario. En aquellas raras ocasiones el jefe siempre se limitaba a asentir brevemente. "Bien, Culebras. Como tú lo veas".

Un día, bajando al desayuno, descubrí el origen de los misteriosos petardazos. Vi al Culebras deslizándose tras las ruedas de un camión en plena marcha atrás, para colocar una botella grande de dos litros, llena agua. Instantes después, la botella reventaba en un ensordecedor estampido. El camión se detuvo en seco y su conductor, alarmado, asomó la cabella por la ventanilla. El Culebras se acercó con rostro desencajado a la cabina: "¡Tío, has pinchado la rueda, pedazo de reventón!"

Cuando el compañero hubo bajado sólo para descubrir el engaño, el Culebras y su cuadrilla estallaron una vez más en mofas y risotadas, seguramente con las mismas ganas de la primera vez.