jueves, 26 de julio de 2012

Tú también

Relato escrito conjuntamente con Maria José Barroso (@Mara_BC)

El sonido de la campanilla del juez repicó de nuevo por tercer día consecutivo. Hasta ahora, las sesiones habían sido profundamente aburridas, salpicadas de verborrea procesal. Nada más que cuestiones previas formuladas por el fiscal y la defensa sin entrar a fondo en los hechos. Desde los bancos del público, esperaba con ansia su momento. Guiñó coqueta al policía de la sala que le ayudaría sin saberlo y vio cómo los agentes sentaban a la asesina en el banquillo junto al resto de los que mataron a su padre. Tendría que ser rápida, pero había calculado cuidadosamente todos sus movimientos.

Había comprobado que el agente se quedaba embobado cuando ella aparecía en la sala, con la mirada fija en sus contundentes caderas. Sabía que se sentaría de espaldas al público en el banquillo de los acusados, con los rizos desplegados ocultando la nuca donde le dispararía un solo tiro. Aprovecharía el ensimismamiento del policía que estaba a su lado para cogerle la pistola. Sólo tendría ese instante, esa oportunidad, y graves consecuencias. Lo sabía. Pero estaba harta de mentiras y concesiones, cansada de verdades disfrazadas de palabrería humanitaria, enfurecida por los paños calientes para los asesinos y el consuelo condescendiente para las víctimas.

Quería venganza a toda costa porque la vida, la que valía la pena vivir, ya se le fue junto a su padre aquella fatídica tarde en la que él y sus compañeros de armas quedaron sobre el negro asfalto. Desde aquel día en su mente sólo había humo espeso, cristales rotos, metralla y toda aquella sangre vertida...

Todo ocurrió con sorprendente facilidad. Lo que acaba de hacer lo había imaginado mil veces, contínua, intensamente, atendiendo a todos los detalles, todas las variantes, plena y conscientemente. Su mano sujetaba al fin la Heckler&Koch de nueve milímetros del policía nacional que pocos segundos antes había estado a su lado y que ahora volvía a ponerse en pie tras el inesperado empujón recibido. El rostro del policía desencajado por el pánico y sorpresa se unió al todos los presentes en la sala. Había conseguido ganar algo de espacio a su alrededor y disponía de una línea de tiro clara. Con su brazo armado y en total extensión, alineó la punta del cañón con la nuca de la asesina de ojos verdes. Era cosa hecha.

La visión periférica de su ojo izquierdo le decía que el agente desarmado se le venía encima en pos de su arma. Esa variante estaba contemplada; "¡Quietos! si alguien se me acerca la mato!" Su imperioso grito surtió el efecto deseado. Sólo necesitaba crear ese natural instante de duda para asegurar el tiro. Porque jamás contempló otra posibilidad.

Entonces, justo antes de oprimir el gatillo se encontró con el rostro de ella. Contaba con alguna reacción de su presa, también eso lo había previsto; sin embargo esta variante ya no estaba contemplada: unos hermosos ojos verdes la miraban fríamente, resbalando desde la mira del cañón hasta la corredera de la pistola, penetrando a través de sus pupilas hasta sus mismas entrañas: no había atisbo de miedo o estupefacción en ese rostro de cabellos rizados, tan absurdamente bello como inexpresivo.

Y tampoco había previsto que pudiera hablarle, con voz clara y serena: Cómo lo estás deseando, ¿verdad?... tu también eres capaz de odiar tanto, ¿lo ves? en nada eres mejor que yo. ¡Hazlo ya, dispara!”



miércoles, 11 de julio de 2012

Los años del Mehari

Discurría la tarde de verano volviendo por el camino de Matamala. La limpia luz dorada del sol poniente cayó sobre sus ojos al enfilar una larga recta. Suavemente aceleró mientras contemplaba los ondulantes campos amarillos de cereal, a un lado y otro de la carretera. El pueblo ya estaba cerca, pero antes, a su derecha y tras una curva a la izquierda deberían aparecer los esbeltos chopos de la fuente del Pradejón. Así fue. Entonces se acordó de todo.

Quizás aquel lejano recuerdo no valía ya un alto en el camino, pero aún así ya había parado en lo que ahora se le antojaba un lugar desprovisto de todo interés. Extrañado de su propio desapego, bajó del coche y recorrió con la mirada el paraje. Buscaba un olmo viejo y grande.

Hacía ya muchos veranos del chico del Mehari azul; fue la auténtica sensación de aquellos años. En una época en la que todos despertaban a muchas cosas de la vida, él supo sacar buen partido de su ventaja. Con sus cuatro ruedas y su sonrisa arrasó un mundo de bicicletas y un puñado de ciclomotores para cambiarlo todo. Cayeron bajo el influjo, se los llevó a todos y a todas de calle. A todas, si...

Empezaron los años del Mehari. Y es que un coche sin techo como aquel podía hacer promesas sin límite: las nuevas expectativas, el sol y el viento en la cara, los nuevos lugares, las fiestas sin fin, las noches de vino y estrellas, los nuevos juegos, y por encima de todo, la insuperable, embriagadora sensación de libertad...

Los kilómetros pasaron con rapidez y con ellos los días de aquel verano. Hasta que un día amaneció fresco y nublado, y por fin llegó la lluvia. Aquel día no hubo risas. Por primera vez un desacuerdo, una contrariedad. Por primera vez un reproche, y las primeras palabras malsonantes asomaron en la boca del simpático chico del Mehari.

Aquel día de lluvia, algunos empezaron a darse cuenta de que el chico del Mehari no era tan joven, que su sonrisa no era eterna, ni el coche, pese a todo, tampoco lo era tanto.

Al año siguiente, el chico del Mehari volvió al pueblo con su desenvuelta sonrisa de verano, pero esta vez se encontró con algunos cambios.  Junto al corrillo de la que fue su gente las bicicletas habían dado paso a las Vespinos y un par de Montesas de 50 CC. Muy cerca, un reluciente SEAT Ritmo lanzaba destellos de verde metalizado.

Resultó que al chico del Mehari no le gustaban los cambios, no cuando no venían con él. Una noche de sábado, al calor de la borrachera se fue directo hacia el del Ritmo. Que supiera que no habría nunca nada como su Mehari, que él les había traído la verdadera esencia del verano y que lo habían dejado colgado. Que por eso eran unos traidores, unos desagradecidos. Que a partir de ahora se lo montaran como pudieran. Y que les dieran.

Ese verano la parroquia del Mehari cambió y poco a poco fue a menos. Algunos empezaron a ver que su carrocería de plástico se llevaba mal con los golpes, que la capota no encajaba bien, y que el viento silbaba, molesto, al pasar al interior. Que los treinta y tantos caballos de sus dos cilindros perdían su juvenil alegría a plena carga y en subida.

La última del chico del Mehari fue cuando quiso retar al del Ritmo a una carrera. "Vamos a la recta de Matamala, guaperas, y vemos quien es el mejor". Por entonces a nadie se le escapaba ya que un Mehari apenas superaba los 100, y eso recién salido de fábrica; pero aquel era ya un coche viejo y quien lo conducía penas se tenía en pie, ciego de cubatas y orgullo herido. El otro ni se dignó a responder, dejándolo con la palabra en la boca. Furioso, dicen que lo vieron salir del pueblo y embocar la carretera de Matamala a todo lo que daba la máquina. Seguramente no llegó a los 100 Km/h, pero fue suficiente para desintegrarse junto con su Mehari cuando se estampó contra el gran olmo que aún crece junto al modesto muro de piedra de la fuente del Pradejón.

Allí estaba. Se plantó de nuevo ante el viejo árbol. Rodeándolo, buscó alguna señal en la centenaria corteza. En efecto, tal y como se dijo entonces, el impacto no había dejado huellas apreciables en el árbol. No pudo evitar una tenue sonrisa: al final tampoco la había dejado entre los que lo conocieron.