lunes, 30 de septiembre de 2013

Very common in Nepal - 3 (La ley de la selva)


La primera luz del día nos alcanza en el embarcadero, junto a la orilla del río. Todos en el grupo vestimos pantalones largos y botas. Nuestras ropas son negras, gris o azul oscuro. De esta guisa, convertidos en una improbable tribu gótica en medio de la jungla nepalí, embarcamos en unas canoas largas, hechas a partir de troncos vaciados. Camino brevemente por su fondo plano, sintiendo la precaria estabilidad de la embarcación, hasta ocupar una de las pequeñas banquetas dispuestas. En cada barca hay un remero a popa, provisto de una larga vara que hace las funciones simultáneas de remo y timón. Nuestro conductor pronto empieza a maniobrar para encararnos hacia la corriente. En el proceso, nos inclinamos a un costado u otro mientras veo no sin cierta aprensión como la superficie del agua se acerca peligrosamente a la borda. No creo que a mi cámara le fuera a sentar bien un remojón en estas aguas, ni en ningunas otras...


Nuestra flotilla de canoas avanza corriente abajo y gana velocidad fácilmente, casi en completo silencio. Poco a poco nos situamos en el centro del río, que se ensancha cada vez más. Sus aguas son turbias pero tranquilas y cálidas. No puedo evitar alargar la mano fuera de la borda e introducirla, dejándola mecer en el líquido elemento a ras de superficie. A ambas orillas la vegetación de ribera es cada vez más alta. Más allá, pasada la franja fluvial de tonos marrones y ocres surge una inmensa masa forestal verde oscura. Sobre las copas de los árboles flota una niebla de nubes blancas de condensación que lentamente asciende hacia el cielo gris. Es la jungla que respira, y aguarda.


Al poco aparecen unas isletas justo en el centro del río. Las dejamos a nuestra izquierda. Alguien divisa algo en una de ellas: ¡Cocodrilos! Entonces veo a tres cocodrilos perezosamente emboscados entre los cañizales, justo al borde del agua. Uno abre los ojos y nos dirige una mirada vidriosa. Instintivamente, saco la mano del agua.

De pronto, frente a nosotros, el río da señales de cambio: a nuestros oídos llega el rumor de aguas revueltas. Estamos llegando a una zona de rápidos. Vemos aflorar formaciones rocosas en diferentes puntos del río mientras nuestros barqueros maniobran sin dificultad entre ellas. Poco después las tres barcas giran en ángulo recto hacia la izquierda, poniendo proa hacia a la orilla opuesta de la que habíamos partido. La corriente en este punto es más viva que antes, por lo que nos acercamos rápidamente a la orilla, pero nuestra canoa, guiada por manos expertas vira en redondo en el último instante y de espaldas tocamos tierra suavemente.

La expedición se divide en tres columnas, encabezadas cada una por un guía del parque. Partimos en tres direcciones distintas, todos con la misma esperanza de encontrar al gran tigre de bengala.  Rápidamente nos adentramos en la jungla, o más bien, ésta nos envuelve apenas recorridos los primeros veinte pasos. Nuestro guía es el mismo de Khorsor. Habla poco y en voz muy baja. Para nuestra protección y la suya propia cuenta como única defensa con un bastón de madera. De todos modos, pronto me queda claro que la mayor garantía para nuestra integridad es la burbuja de ruido que generamos a nuestro alrededor, perfectamente audible para cualquier ser vivo a cien metros a la redonda. Avanzamos envueltos en el rumor constante de nuestras voces, el roce de nuestros pasos, los chasquidos de las ramas secas al quebrarse bajo nuestros pies.

Muy pronto nos topamos con una especie de insecto muy similar a los zapateros de nuestras latitudes. Estos son de un rojo intenso, más grandes y de largas patas. Corretean por todas partes. Pronto reparamos en otra presencia, otra forma de vida más sofisticada que nos observa. Sobre nuestras cabezas las ramas de los árboles se mueven; unos monos nos observan con descaro y curiosidad. A nuestro alrededor caen frutos y hojas, emitiendo un ruido sordo al dar contra el suelo arenoso de la jungla. Avanzamos entre la penumbra de altos árboles de corteza negra y ocasionales claros, cubiertos de un espeso matorral que debemos apartar a nuestro paso. Estamos en medio de uno de estos espacios cuando se nos viene encima un enjambre de moscas. Inmediatamente nos invade el penetrante olor dulzón de la carne en descomposición. Nuestro guía se detiene por un instante y se adelanta unos metros para inspeccionar a la derecha del claro, justo en el margen del mismo. Cuando vuelve nos dirige unas breves palabras: "Tiger's food". Comida de tigre. Como primer indicio, hay que reconocer que no está mal, nada mal. Seguimos adelante.

Los minutos pasan lentamente y el día avanza, arriba en lo alto el sol se abre paso esporádicamente entre las nubes del monzón, sólo para intensificar el bochorno ambiental. Mientras tanto, a ras de tierra nosotros seguimos buscando indicios del tigre. Llevamos un buen rato caminando sin ver otra cosa que árboles y maleza. Entonces nuestro guía decide algo distinto: salimos de la espesura y empezamos a seguir una pista de tierra, justo en dirección opuesta. En un par de sitios se detiene para husmear en los márgenes del camino o se interna brevemente entre la maleza, junto a algún arroyo. Parece saber donde buscar; pronto nos llama  y señala con la mano en varios puntos en el suelo, justo frente a nuestros pies.

Entonces lo vemos: ante nuestros ojos surge una huella perfecta y clara de la zarpa de un tigre. Unos palmos más allá nuestro guía señala una especie de churretones negruzcos de una sustancia semisólida. Nos hace entender que se trata del producto de la purga estomacal de uno de los grandes felinos del lugar. O sea, estamos fotografiando vómito de tigre, ni más ni menos. Me acuerdo de mis dos gatos, a miles de kilómetros de allí. Ellos también lo hacen, comparten el mismo instinto: comen plantas hasta provocarse el vómito; así protegen sus estómagos de cualquier posible toxina ingerida a través de sus presas.


Con la moral renovada por los indicios nos internamos en una zona de la jungla especialmente densa y sombría. Camino tan sólo unos pasos por detrás de nuestro guía y su bastón. Pasamos un buen rato de monótona caminata, sólo aderezada por los distintos cantos de invisibles pájaros por encima de nuestras cabezas. De pronto nuestro hombre ralentiza sus pasos, hasta detenerse. En completa inmovilidad, está observando una franja del sotobosque al fondo a nuestra derecha, justo en el límite de la visión que permite penumbra reinante. Con todo el grupo expectante tras de sí nuestro hombre se agacha y se vuelve hacia nosotros: "There there's a tiger... maybe" La sola posibilidad de que estemos apenas a treinta metros de un tigre me hace correr un potente escalofrío por la espalda. No me da tiempo a pensar mucho en ello, pues el guía se ha puesto en marcha de nuevo. Ahora camina lentamente, encorvado, directamente hacia el lugar donde hace un momento apuntaba la presencia de la fiera. Por un momento no sé que hacer, pero ¡quién dijo miedo! acto seguido, me pego a sus talones, imitando sus movimientos. Nos detenemos de nuevo. Esperamos. Me doy cuenta que a nuestro alrededor los cantos de los pájaros han cesado. La jungla está en silencio. Apenas hay quince metros de distancia...

Entonces ocurre: de improviso, frente a nosotros la vegetación se agita con violencia; a continuación, el fragor de un apresurado batir de pezuñas alejándose. Se trata de un grupo de ciervos cuyas sombras entrevemos fugazmente tras la maleza antes de desaparecer.

Llegamos de nuevo al embarcadero. Aún pensando en el tigre que no he visto me percato con sorpresa de que uno de mis calcetines está manchado de sangre. ¿con qué me he cortado, con qué me he arañado? qué raro, no me caído ni me consta haber rozado contra nada durante toda la excursión, ni tampoco siento dolor alguno.Y es que tengo el honor de protagonizar uno de los primeros encuentros del grupo con uno de los más sigilosos, persistentes e insaciables depredadores de Nepal: ¡las sangüijelas! No muy lejos de mis pies se mueve un rollizo ejemplar; negro, brillante, henchido y satisfecho tras haberse servido una buena ración de mi sangre. No hay nada como experimentar en carne propia la ley de la selva...



lunes, 16 de septiembre de 2013

Very common in Nepal - 2

 

Por fin logramos cubrir los doscientos kilómetros más largos de nuestras vidas. Estamos en Sauraha, una de las poblaciones cercanas al Parque Nacional de Chitwan. Aquí las cosas son muy distintas al Nepal que hasta ahora hemos conocido. No hay ruido, no hay asfalto, no hay masas de gente ni contaminación. El adobe y la paja menudean en las construcciones. El cielo está encapotado pero el calor del sol sigue ahí, intacto, magnificado por una intensa humedad. A nuestro alrededor, miremos en la dirección que miremos, la vista no tarda en toparse con una densa y elevada vegetación. Estamos en medio de un claro sobre el que van convergiendo una variada colección de lugareños en pequeñas furgonetas y todo terrenos.

Pronto da comienzo una tediosa serie de negociaciones a tres bandas en inglés y nepalí entre los guías españoles, el guía local y los conductores. Por fin, y después de varias órdenes y contraórdenes terminamos por transbordar nuestra voluminosa impedimenta de turistas occidentales a los vehículos que nos transportarán a nuestro alojamiento en el Parque Nacional de Chitwan. Llegamos con el propósito de cumplir uno de los anhelos de este viaje; la posibilidad de ver alguno de los ochenta y dos tigres de bengala que, según cuentan las guías de mano, tienen su hábitat en la zona. Recalaremos en el Tiger Camp, un nombre tan obvio como prometedor.

Sin embargo, muy pronto nos cruzaremos en medio de las calles de Sauraha con el verdadero rey de los animales de estas tierras: el elefante. Están por todas partes; son los vehículos de carga y transporte de materiales y personas, son también las grúas de la construcción. Altos y fuertes, aunque sin el porte avasallador de sus primos africanos, los vemos transitar obedientemente por las vías públicas con sus conductores encaramados tras de sus grandes cabezas. Sus frentes y orejas están decoradas con pinturas en vivos colores, siguiendo la misma lógica del resto de vehículos pesados en esta parte del mundo.

Esa misma tarde visitamos el centro de adiestramiento de elefantes de Khorsor. "La inteligencia del elefante es la tercera mayor del reino animal; sólo es superada por nosotros los humanos y los delfines" nos dicen. Allí se forma en la sumisión y la obediencia pacífica a una buena cantidad de proboscidios desde mucho antes de que asomen sus primeros colmillos. Nos muestran cómo los enseñan a confiar y depender de las personas que los guiarán en el futuro. "Es una labor de años, un complejo proceso de aprendizaje."  Las pequeñas crías juegan y comen forraje en torno a sus criadores; los más grandes reciben la comida de la mano de sus humanos tras ensayar satisfactoriamente la respuesta a las series de órdenes recibidas. Todos los animales que vemos tienen sin excepción una de sus patas traseras sujetas por una cadena a una estaca.

"Aquí son felices, lo tienen todo: buen trato, seguridad, comida... ¿qué mas puede desear alguien?" remacha nuestro guía alto, flaco, de tez aceitunada.

 Alguien, muy cerca de mí, apunta sus pensamientos en voz alta:

- Sí, puede que lo tengan todo, menos la libertad...

Esa noche después de la cena se nos convoca a una charla informativa sobre la principal actividad del día siguiente: nada menos que la ansiada incursión en la jungla en busca del tigre. Nuestro interlocutor se distingue inmediatamente del resto del personal de servicio que pulula a nuestro alrededor. Se trata de un hindú alto, de finos modales y aprehendida flema británica que nos inunda con una estudiada perorata técnica sobre lo que nos espera mañana. Su discurso está pronunciado con un perfecto acento de Oxford o Cambridge. Nos informa de la necesidad de estar a punto a las cuatro de la mañana y de ser puntuales, de vestir ropas oscuras a fin de alarmar lo menos posible a los animales que salgan a nuestro paso y facilitar de este modo su avistamiento. No se cansa de repetirnos una y otra vez que no será cosa fácil, pero que tanto él como todo el equipo del Tiger Camp están a nuestra entera disposición y harán todo lo posible para conseguir llevar hasta nuestras retinas la esquiva pero imponente figura de un tigre de bengala. "We will do our best in order to..."  Demasiadas veces, quizás, en fin. Mañana veremos.

De momento nos acogen las camas de nuestras tan pintorescas como ajadas habitaciones. Con un pretendido ambiente de resort de lujo, pronto nos queda claro que aquel lugar quizás conoció épocas mejores. Tendremos que lidiar con un baqueteado cuarto de baño cuyo retrete pierde agua y el intenso olor a humedad instalado en la paja con la que están forradas las paredes. Sobre mi cabeza pende una enorme mosquitera de una densa tela rosácea que no me atrevo a extender; prefiero asumir el riesgo de los mosquitos a interponer cualquier cosa a la corriente de aire que genera las grandes aspas del ventilador blanco que, a máxima velocidad, cuelga sobre el centro de la estancia. 

Tumbado boca arriba, empapado en sudor, lo observo girar velozmente. Flop-flop-flop... mi último pensamiento esa noche podría haber sido para Martin Sheen, en Apocalypse Now.



jueves, 5 de septiembre de 2013

Very common in Nepal - 1


Despertar en el barrio de Thamel es en realidad abrir los ojos después de haber pretendido dormir.
Durante toda la noche, las ventanas de mi habitación en el segundo piso del Potala Guest House han dejado pasar limpiamente los contínuos toques de claxon, las voces de la gente, los ladridos de los perros, la estridencia de las motos, el rugido de coches, camiones y finalmente el canto de los gallos. Kathmandú no se parece en nada a Nueva York, pero es una ciudad que tampoco duerme...

Estoy en el barrio más turístico de Kathmandú, una zona tan bulliciosa como estimulante. Sus estrechas calles están plagadas de comercios de telas y equipación para el excursionismo de montaña en las que se ofrecen con toda honestidad productos de imitación de las primeras marcas. Hay una infinidad de pequeñas tiendas con todas las variantes de la artesanía local y sus excelentes trabajos de orfebrería, marquetería y joyería. Abundan unos sorprendentemente buenos restaurantes a precios muy razonables y algunos clubes nocturnos con actuaciones en directo de contundentes grupos locales de rock. Como remate, muy cerca de mi hotel se encuentra el equivalente nepalí a las librerías FNAC, pero sin ninguna sucursal y con mucho más encanto: la preciosa librería Pilgrim's. Sus dos plantas de estanterías de madera vieja rebosan de toda clase de libros, almanaques, postales, imanes, láminas, cuencos de oración, cuadros, ropa tradicional nepalí y toda suerte de otros cachivaches inesperados.

Hoy, como de costumbre, toca madrugar: Salimos de viaje hacia las junglas del Parque Nacional de Chitwan, cerca de la frontera con la India. Serán sólo doscientos kilómetros de carretera, pero esto es Nepal...

Pronto descubrí que todo lo que tiene que ver con la conducción de vehículos en Nepal es relativo.   Sabido es que debido a la herencia colonial británica en este país se conduce por la izquierda, en realidad esta y otras convenciones pueden llegar a considerarse meramente orientativas. Quizás sea debido a la gran tolerancia del caracter nacional nepalí, pero lo cierto es que las normas de tráfico aquí se quedan apenas en un marco teórico, dejando en la práctica mucho margen a la interpretación de quien conduce. No existen líneas horizontales de ninguna clase sobre las vias urbanas, ni tampoco en las carreteras. Tampoco se encuentra señalización vertical alguna. Quizás el único lugar donde es posible encontrar algo de todo eso sea en los alrededores del palacio presidencial, donde existe un par de grandes semáforos, aunque que no los ví funcionar. Por todo ello, el tráfico en Nepal es lo más parecido a una navegación a la estima, donde todo es posible y el claxon es una presencia constante y obligada, aunque nunca empleado de forma agresiva, sino a modo de simple aviso al resto de conductores, peatones y animales.

Mi grupo y yo nos dispusimos a emprender viaje en un denominado "autobús turístico". Estos son a menudo unos vehículos tan vetustos e incómodos como insólitamente decorados en su interior. Sus techos y paredes están profusamente cubiertos con todo lujo de remaches y brocados metálicos, luces de colores, cortinillas, borlas, fotografías de actrices de Bollywood, citas en sánscrito y otros motivos hindúes.



Ya en ruta desde el centro de la ciudad, la circulación por Kathmandú recuerda a esas viejas imágenes del cine mudo de las ciudades europeas y norteamericanas de principios del siglo XX. Es el totum revolutum más absoluto; donde hordas de motos habitadas por familias completas (en las que sólo el conductor lleva casco) se entreveran velozmente con camiones, minúsculos taxis y motocarros habilitados como autobuses atestados de viajeros; con el aderezo de las vacas que pacen a sus anchas por doquier, los perros tumbados al sol, los carros de vendedores ambulantes que pululan de un lado a otro y pequeños templetes hinduístas que aparecen en medio del camino, formando improvisadas rotondas. Todas estas circunstancias el nepalí las asume con proverbial calma budista, un punto de desidia y una inmutable sonrisa. Son gentes de tez morena, de rasgos hindús, orientales, o mezcla de ambos. Nunca ví una mala discusión en las calles, o alguien que alzara la voz en público. Sus voces suelen tener un timbre agudo, y sus conversaciones siempre son en tono quedo y pacífico.

Al fin conseguimos dejar atrás la capital, pero sólo para adentrarnos en el infierno de la carretera Kathmandu-Sauraha. Se trata de una de las vías con más tránsito pesado desde y hacia la India. Discurrimos entre parajes montañosos, con una vegetación muy agreste que pronto se vuelve selvática. 

Viajar en esta suerte de autobuses turísticos o "Bolly-buses" por una carretera en Nepal es como tomar parte activa en un rodeo. No hay un tramo liso de asfalto, no hay un centímetro de carretera sin baches, embudos o socavones. La dura suspensión sin concesiones de los vehículos TATA, la marca india que copa el mercado de la automoción en Nepal, tampoco facilita el confort del viajero. Pronto el polvo, los rociones de humo negro de los demás vehículos, la humedad y el calor se mezclan con el sudor de nuestra piel. El aire acondicionado es muy poco común en Nepal: sobre cada una de las ventana del autobús hay unos pequeños ventiladores de aspas rojas que más que aire, arrojan un intenso zumbido sobre las cabezas de los viajeros.

De este modo, durante ocho horas traqueteamos de lado a lado en la estrechez de nuestros asientos, con  parte de nuestro equipaje formando bultos a lo largo del pasillo del autocar. A través de la ventana veo el fluir trabajoso del tráfico pesado por la ruta serpenteante. La mayoría son máquinas destartaladas, todas ellas coloreadas como por obra de un tatuador loco, según la más pura ortodoxia hindú.

En un momento dado ví pasar como en un sueño junto a mi ventanilla a una cabra blanca, adelantándonos velozmente. Iba sujeta sobre el techo de otro autobús, de espaldas al sentido de la marcha, junto con el resto de las pertenencias de sus viajeros. Fascinado, la seguí con la vista hasta que se perdió tras una revuelta de la carretera.

Aún no habíamos alcanzado la mitad de nuestro viaje cuando de súbito todo el tráfico en ambos sentidos se detuvo en seco. No habíamos llegado a ninguna zona de descanso ni población; nos encontrábamos bordeando el fondo de una garganta por la que discurría torrencial un río ancho y espumeante, reforzado con las lluvias del monzón vigente en esos momentos. Los minutos empezaron a pasar en silencio, lenta y densamente, bajo el calor asfixiante. No tardamos todos en salir a la carretera, buscando alivio para nuestros machacados cuerpos y una explicación. En los dos sentidos de la marcha, la hilera de vehículos detenidos se perdía de vista a lo lejos sin vislumbrar el final.

      - Sudeep, ¿qué pasa, por qué estamos parados?

Nuestro guía nepalí salió a indagar. No tardó en volver con la respuesta:

      - Hay una huelga nacional de transportistas, dicen que a dos de ellos les pegó la policia hace unos días.
      - ¿Y vamos a estar así mucho rato?
      - Eso nunca se sabe...
      - Ah, pues qué bien...
 
Sudeep, viendo nuestras caras de extrañeza y fastidio, añadió sin perder ni por un momento su amplia sonrisa de dientes perfectos:

      - Don't worry, my friends, all of this is very common in Nepal!