martes, 15 de octubre de 2013

Very common in Nepal - 5 (El ronroneo del elefante)


Abordamos los elefantes como quien sube a un avión, a través de una escalerilla rematada en lo alto por una plataforma de troncos y tablones de madera. La silla sobre la que nos colocamos es espartana pero efectiva. Viajamos dentro de un habitáculo en forma de cubo; la conforma una base cuadrada de madera sobre la que se elevan unas estacas en cada una de sus esquinas finalmente unidas entre sí por unos travesaños. Todo el artilugio está firmemente asegurado a la panza del animal con gruesas correas de cuero remachadas en hierro. Somos cuatro pasajeros además del conductor que va delante, sentado justo detrás de la cabeza. Él se sujeta hábilmente introduciendo sus pies descalzos entre la piel y el collar de cuerda trenzada que actúa de brida en todos los elefantes domésticos. Nuestra postura no el súmmum de la comodidad ni mucho menos. La forma del habitáculo nos obliga a una disposición dos a dos, muy juntos y con escasa capacidad de movimiento, cada uno ocupando una de las cuatro esquinas con los pies colgando y una estaca de madera en medio.


Pronto se forma un grupo de al menos una docena proboscidios camino de la espesura. Sin prisa pero sin pausa, a paso sostenido, atravesamos una llanura fluvial fangosa, bajamos un terraplén y entramos en un río de fondo pedregoso. El agua alcanza hasta la mitad de las patas de nuestros animales, los cuales mantienen el ritmo sin mayor problema. Al poco volvemos a ascender, dejando atrás el río y el barro para finalmente adentrarnos en la selva. Ni que decir tiene que los continuos y bruscos vaivenes del elefante al caminar por el terreno irregular de la jungla nos hace comprobar sobre nuestras carnes la gran solidez y muchas aristas vivas con la que ha sido construida la caja en la que viajamos.


Aparentemente no hay sendas o caminos marcados, pero tampoco parece hacernos falta, porque estamos a bordo del que seguramente sea el todoterreno original de la humanidad, el primigenio. Me doy cuenta que no hay vehículo o artefacto humano más capaz que él para la exploración, el rastreo y las labores de patrullaje. Vadeamos ríos y fangales sin mayor problema, superamos obstáculos mientras nos internamos en la densidad boscosa, donde no llegaría jamás vehículo alguno. Todo ello sin perder ocasión para autoadministrarse frecuentes aperitivos de forraje extra que arranca en grandes cantidades con su poderosa trompa a un lado u otro de la ruta.

Avanzamos en fila por lo más abrupto de la selva con la ventaja de ver el terreno cerca de las copas de los árboles. Me vienen a la cabeza imágenes semi olvidadas en blanco y negro; antiguas películas de Tarzán y escenas de cómics en los que aparecen rajás de la India o gobernadores coloniales con salacot, en plena expedición de cacería, montados cómodamente, (ellos sí) sobre elefantes suntuosamente enjaezados. En esas escenas se les ve seguros y aparentemente invulnerables a cualquier peligro, hasta que de súbito son atacados por un feroz tigre o alguna  horda sanguinaria de nativos, con resultados siempre catastróficos, por supuesto...


Pero los tiempos han cambiado, y ahora la caravana de elefantes transita en paz y buen orden por un parque nacional perfectamente delimitado. Los que la integramos somos turistas de clase media de los cuatro rincones del mundo, armados únicamente de cámaras fotográficas y el deseo de avistar al famoso rinoceronte blanco. De pronto surge directamente de debajo de nuestras posaderas un sordo rumor que rápidamente pasa a convertirse en una creciente vibración. Los cuatro pasajeros nos miramos. ¿Nuestro elefante está... ronroneando? El conductor tiene la respuesta: en un rudimentario inglés nos hace saber que estamos sobre un ejemplar de diez años y que en estos momentos el elefante que se ha colocado detrás de nosotros en la fila es una hembra, su madre, de cuarenta y cinco. Esta es la forma que tienen las crías de demostrar el apego a sus progenitores cuando los tienen cerca.

Al cabo de poco dejamos atrás la umbría de los altos árboles y nos adentramos en una especie de sabana trufada de altos matorrales, charcas y bosquecillos dispersos. Inmediatamente el sol de la tarde empieza a castigar nuestros hombros y cabezas. Mientras tanto, observo como la fila de elefantes se rompe para abrirse en abanico. Ahora empieza realmente la búsqueda del rinoceronte blanco.

Los minutos pasan, por el momento no hay más novedad que la posibilidad de obtener mil y una fotos de nuestros compañeros montados sobre otros elefantes. De vez en cuando nuestra montura nos ameniza con sus cariñosos ronroneos filiales dedicados a su madre próxima, la cual responde con suaves bramidos. Comentamos divertidos la curiosidad con nuestros vecinos montados sobre ella. Quizás será por el calor o a falta de otra cosa en la que ocupar la mente, pero en esos momentos me da por pensar que si resulta que los elefantes vienen a ser tan longevos como los humanos, unos setenta y cinco años, emplear a un ejemplar de diez bien podría considerarse una suerte de explotación infantil. Aunque por otra parte, también es verdad que este animal dista mucho de ser una débil criatura...

De uno de los elefantes cercanos surgen voces en nepalí. Uno de los conductores ha visto algo interesante. Pronto llegamos también a las inmediaciones. Un grupo seis o siete de ciervos pace a la sombra de unos árboles. Para nuestra sorpresa no huyen ni muestran el más leve temor. Pasamos junto a ellos, mientras los fotografiamos a placer. Pero la búsqueda prosigue. Unos centenares de metros más adelante es nuestro conductor es el que se yergue sobre el cuello de nuestro animal. Sin alzar mucho la voz se hace notar a su colega más cercano y señala con la vara de hierro en dirección a una zona de vegetación alta y especialmente densa. Llegamos los primeros. Ahí, en un pequeño claro tras los altos cañizales están: una hembra de rinoceronte blanco y su cría. Nos detenemos a escasos cinco metros de la pareja. Los observamos con todo detalle, advirtiendo cada pliegue y detalle de la dura piel blanquecina de los dos seres. La cría busca afanosamente las ubres de su madre, ajena a cualquier otra consideración. No parecen interesados en nuestra presencia, cosa que demuestran dándonos la espalda. No nos distinguen como seres humanos, para ellos somos un solo ser, formamos parte indistinguible de otro gran herbívoro como ellos, alguien que en modo alguno es su enemigo.


Pronto convergemos una decena larga de elefantes a su alrededor, formando un círculo cada vez más cerrado. Los obturadores de las máquinas de fotografiar suenan continuamente. Algunos guías se ofrecen desde su posición privilegiada para captar primeros planos con las cámaras de sus pasajeros a cambio de la posterior propina. Toda esta sorprendente armonía en proximidad se prolonga durante un buen rato, todo un lujo que quedará grabado en nuestro recuerdo, hasta el momento en que la madre rinoceronte empieza a cabecear y a mirar a un lado y a otro. Al parecer considera que pese a la buena vecindad entre especies, quizás somos demasiados en tan poco espacio.


El guía más veterano, un hombre flaco y largos cabellos cenicientos, de piel extremadamente curtida, da la orden a todos los demás. Nuestras monturas obedecen a sus conductores y volviendo grupas, devolvemos la tranquilidad a la pequeña familia de rinocerontes blancos.

Cae la tarde en la sabana de Chitwan mientras las siluetas de doce de elefantes se recortan sobre la llanura. Uno de ellos ronronea mientras camina al lado de su madre.



jueves, 10 de octubre de 2013

Very common in Nepal - 4 (La sonrisa nepalí)



Después de una intensa mañana en pos de las escurridizas fieras selváticas, he vuelto de nuevo a la orilla del río, otra vez cerca del embarcadero. El día ya está mediado y el sol golpea con fuerza sobre mi cuerpo cansado. Mis ropas conservan todo el sudor ilusionado de la búsqueda, el mismo que se enfrió durante la tensa espera, el mismo que ahora me envuelve de nuevo, aderezado con la transpiración acre de la decepción final.

Debe ser que no he tenido bastantes emociones con todo lo que he visto y lo que en realidad no he llegado a ver, porque ahora mismo voy al encuentro de otra gran bestia de la jungla. Esta vez la encuentro sin dificultad. Hay decenas de ellas a mi alrededor chapoteando en el río, y no me prestan mayor atención que al resto de personas que deambulan a su alrededor. Con decisión me acerco a uno de los animales; en concreto, al que nuestro taciturno guía de esta mañana me acaba de señalar: "Pide esa hembra de ahí, es la más tranquila de todos estos."

Cuando no sin cierta prevención llego al pie de la gran elefanta, no necesito intercambiar palabra alguna con su conductor. Basta con un breve ademán al chico que asoma por encima de la gran cabeza cuadrada. Él se remueve brevemente sobre su montura y pronuncia un par de órdenes secas. De inmediato, a un metro escaso de mí, el gran animal echa cuerpo a tierra doblando primero sus patas delanteras y luego las traseras. Aún así su grueso espinazo queda por encima de mi cabeza. Agarro la mano que se me tiende y trepo descalzo por el montículo de carne gris hasta sentarme a horcajadas tras la testa de la elefanta. Con curiosidad, descubro que está cubierta de unos finos pelos negros enhiestos. Estoy encaramado sobre el lomo de un gigante. Detrás de mi se ha situado el conductor. Advierto que está de pie y va provisto de una vara de hierro corta. Uno de sus extremos termina en forma de gancho afilado. Con esta herramienta da una serie de golpes cortos en los cuartos traseros del animal. Acto seguido ésta se pone en pie y a continuación da media vuelta en dirección al río. Durante este proceso experimento lo que supongo debe sentir cualquier hormiga al verse zarandeada de arriba a abajo y de izquierda a derecha. Como única sujeción cuento con la fuerza de mis piernas y una cincha de cuerda azul trenzada alrededor del cuello del animal, a la que me aferro con toda la energía de la que soy capaz.

Los andares de mi elefanta son pausados pero sorprendentemente ligeros para el peso que desplaza. Dispongo de unos segundos en los que contemplo todo mi entorno desde la altura de esta atalaya en movimiento. A cada paso que da puedo sentir bajo mis pies y mis manos la fortaleza de un poder hasta ahora desconocido, tranquilo, silencioso, obediente. Mientras tanto, nos hemos adentrado en el cauce del río hasta un punto en el que el agua alcanza el nivel de la panza del animal. En ese momento, el chico a mis espaldas pronuncia una breve orden. Lo que ocurre a continuación me coge totalmente desprevenido; los elefantes pueden ser muy rápidos cuando quieren: En un instante veo ascender una larga trompa por encima de mi cabeza que, tras describir un elegante arco, descarga directamente sobre mi cara un enorme y prolongado chorro de agua. Instantáneamente todo el calor, el sudor y el cansancio acumulado se evaporan de mi cuerpo.

Siguiendo exactamente la cadencia de las instrucciones del muchacho, la elefanta se aplica diligente en su tarea. Cada ascenso de la probóscide del animal es una ducha revitalizante, recia, precisa, sin concesiones. Creo que me estoy haciendo con el juego, y así me preparo para otro nuevo roción. Pero de pronto la voz de mando que oigo a mis espaldas cambia, y el mundo sobre el que creía hallarme firmemente sujeto me voltea sin dificultad hacia un costado. Me descubro volando de cabeza hacia el río. "¡Aquí me habéis pillado bien!", pienso mientras nado de vuelta hacia la isla viviente y su guía.

Por su parte, tanto la elefanta con sus vivos ojos redondos como el muchacho me miran, sonrientes y listos para repetir la jugada. Por mi parte, estoy empezando a comprender una parte de los motivos de la eterna sonrisa nepalí.